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Revista Digital

VIVE LA ARTESANÍA

El amor según las maestras aymara

Para las maestras tejedoras aymara que conforman la red de Fundación Artesanías de Chile el amor es, en principio y en fin, la capacidad de convivir en la cooperación y la solidaridad recíproca con todo aquel que les rodea: la afinidad y armonía entre un territorio, sus materias primas y los seres que allí habitan como máxima universal, pues es en ese vínculo donde subyace su propia historia.

Textos: Almendra Arcaya y Pilar Navarrete. 
Fotografía: Carolina Vargas y Lydia González.  

SEIS GENERACIONES DE AYNI
Las manos de Catalina Castro Choque (44) guardan más años de tradición textil que los que puede contar. “Es una herencia que nos dejó el tátara tatarabuelo. Desde que recuerdo el hilado y el tejido han estado presentes; fue un saber que cayó en mis manos y yo lo tomé orgullosa”, dice hoy. Como todos en el clan Castro, Catalina nació en la localidad de Quelga, una de las cunas del tejido andino, donde solo había una forma de vivir. “Allá nosotras trabajábamos siempre con el ayni; yo te enseño a tejer y mañana me enseñas tú. Lo mismo con la siembra, el pastoreo o la construcción de la vivienda. El ayni significa convivir en la cooperación y solidaridad recíproca”, explica.

Así aprendió a tejer, con la curiosidad de una niña que creció rodeada de mujeres dispuestas a traspasarle su sabiduría. “Todo lo que aprendí de ella me lo llevé guardaito”, dice refiriéndose al día que migró a Alto Hospicio, con dieciocho años cumplidos, en busca de trabajo, “pero cuatro años después, cuando me emparejé y me fui a vivir a Pozo Almonte, todo lo que aprendí con mi suegra volví a enseñárselo a mi mamá a Quelga. En el mismo lugar que ella me enseñó, yo le fui devolviendo la mano”, agrega, como si un hilo invisible de ayni uniera los doscientos kilómetros que las separan.

En honor a su madre, la artesana Catalina Choque Castro, una vez al mes Catalina hija regresa. “Uy hija, cómo hay aprendío, ahora estai capa, me dice mi mamá cuando tejemos juntas. Ella me ayuda a hacer los ponchos y las vistallas, y yo la ayudo a hacer las fajas. Nuestro tejido sigue vivo después de seis generaciones porque el tejido implica, como la vida misma, nutrirnos la una de la otra”.

LO QUE UNA MUJER AYMARA NUNCA DEJA
Albina Choque Challapa (61) lo dice orgullosa: ella es de las que nació con las manos en la tierra y el hilo enredado entre los dedos en un pueblo llamado Central Citani, cinco kilómetros al oeste de Colchane, donde se crió al alero de una familia tradicional aymara. Es decir, explica, una en la que todos trabajaban. Sus abuelos criaban animales para ganadería, su mamá esquilaba, urdía e hilaba la lana que obtenían de ellos, y su papá tejía en telar de cuatro pedales todo tipo de puntos; ojito de perdiz, de espiga, en palma. Su primer amor fue la tierra y los animales. El segundo, asegura, ese círculo virtuoso que empezaba y terminaba cuando ponía las manos sobre el telar: con la lana que obtenía de los animales que ella misma criaba, tejía trajes tradicionales para sus abuelos, sus grandes maestros. Y es que hay tres cosas, dice vehemente, que una mujer aymara nunca deja: ni su tierra, ni sus animales, ni su tejido.

“En el mismo pedazo de tierra por donde han pasado cinco generaciones de mi familia yo tengo mis alpacas. Me gusta volver allí porque me recuerda lo que soy: mi cultura, la de mis padres, la de mis abuelos. Allí aprendí todo lo que sé y uno nunca puede olvidarse de eso”, reflexiona. Hasta sus cincuenta años lo hizo así: dedicando tardes enteras a convertir motas de vellón en hilo e hilo en ponchos, chales y bufandas, que teje en el telar que le pongan en frente. Fue a ese ritmo cómo sacó adelante a su familia. Fue a ese ritmo también cómo empezó a pasarle la cuenta su cadera.

“El dolor era tan insoportable que no podía ni salir de la casa”, rememora, pero se resistió a parar. “Déjese de tejer, cuídese, me decía el doctor, pero si no tejía yo, ¿quién?”, recuerda entre risas. El primero que se le vino a la cabeza fue David, su compañero hace veinte años, quien rápidamente se ofreció a ovillarle las lanas. Desde entonces David y Albina tejen juntos. “Somos un equipo, yo la maestra y él el aprendiz, eso nos une. Me puedo operar la cadera muchas veces, pero si usted me deja sin tejer, me mata”.

GANAR CUATRO HIJAS, DOTARLAS DE UN BUEN TEJER
Para sus cuatro nueras, Elsa Moscoso Gómez (54) es sinónimo de matriarca y maestra, dos títulos que se ganó en la práctica; fue ella quien les enseñó todo lo que saben del buen tejer. Un conocimiento intrínseco a las mujeres aymara contemporáneas a Elsa que sus nueras nunca aprendieron de niñas, pues crecieron más afuera que adentro: más horas en la escuela, menos horas en la casa. Elsa es de las que se crió adentro, en el pueblo de Chulluncane, 51 kilómetros al sur de Colchane, rodeada de tejedores: un abuelo que trenzaba, una abuela que hilaba y una madre que tejía.

A diferencia de sus nueras, dice Elsa, cuando ella llegó a la casa de su suegra era una tejedora hecha y derecha, pero poco sería lo que heredaría la sangre de su sangre; cuatro niñitos hombres, dice, ninguna mujer. Por eso, apenas advirtió que esa causa estaba perdida, comenzó a enfocar todos sus esfuerzos en sus primas y sobrinas. Así se la pasó por años, enseñando a otras el saber que tenía entre sus manos, hasta que el destino le regaló las cuatro hijas que no tuvo: Claudia, Nilda, Evelyn y Yanet, quienes prontamente se hicieron un lugar en su corazón y en su telar. “Aprenda a tejer porque así siempre va a tener un oficio que puede hacer con sus manos, para que nunca le falte su platita”, les aconsejaba.  

La cuestión era simple, les cantó desde un comienzo: “cuando haya horas desocupadas, nosotras tejemos. Miren bien mis pies, así tienen que fijar los pedales”, les iba indicando. Urdía Elsa, urdían las nueras, tejía Elsa, tejían las nueras. “Cuando tejemos juntas es como si estuviéramos todas unidas. Nos entendemos bien y nos reímos, que es lo que más me gusta de tejer; que me siento tan feliz como si fuera mi primer día en el telar. Por eso yo quiero seguir traspasando lo que sé a mis nietas, a mis bisnietas y a todas las mujeres que vengan. Hasta donde yo pueda, esto yo quiero compartirlo”.

TEJER PARA OTRAS, TEJER PARA SÍ 
Entre las maestras de Pozo Almonte, Marcelina Jancko Calani (52) tiene fama de ser “una bala”. De esas artesanas que tejen, tejen y tejen, sin detenerse ni conversar demasiado, para sacar los encargos lo más rápido posible. Rápido y perfecto: orillas bien acabadas y puntos idénticos el uno del otro, que desarma sin chistar cuando no quedan como ella quiere. Nacida en Potosí, Bolivia, de las cinco hermanas que eran, cuenta, ella era la única a la que le gustaba tejer. “Mi mamá quería obligar a tejer, pero a mí no hubo que obligarme. A los diez años tejí mi primera faja y a los trece ya tenía siete aguayos listos para vender”.

A Pozo Almonte llegó en 2005 siguiendo un rumor: gran parte de las mujeres de la zona eran textileras y sus piezas eran mucho mejor pagadas que en Bolivia, así que resolvió ofrecer sus saberes a aquellas que no daban abasto de tantos pedidos. Era, por así decirlo, una tejedora invisible. “Me vine para vivir de mi tejido, pero como conocía a pocas personas trabajaba para la única mujer que conocía y ella vendía lo que yo tejía”, recuerda.

Con el tiempo, cada vez eran más y más las textileras que llegaban a su casa pidiendo su ayuda; un par de manos veloces para tejer. “Como yo era extranjera pensaba que no podía postular con mis piezas a ningún lado”, rememora, hasta que en 2018 la maestra Aurora Gutiérrez, boliviana como ella, la invitó a formar parte de la agrupación Inti Sol. Fue entonces, gracias a esa mano amiga, cuando Marcelina se pegó el salto; cuando decidió salir de las sombras. “Hasta el día de hoy soy muy rápida para tejer, pero eso que antes hacía para otras artesanas ya no; ahora tejo solo para mí”.

LA ETERNA APRENDIZ 
Lo poco que sabía de niña, dice Miriam Mamani Castro (38), lo aprendió echando a perder.  “Se me cortó el hilo un montón de veces, pero hilé, hilé, hilé, hasta que un día lo logré”. El hilo de conocimiento, hace el paralelo, se cortó cuando su mamá quedó huérfana. “Mi abuela falleció cuando mi mamá era chiquitita. Sin una madre que le enseñara, nunca aprendió a tejer así que no pudo enseñarnos”, dice con cierto pesar. Ha de ser por eso, reflexiona, que el impulso por aprender llegó recién a sus treinta años, cuando dejó su natal Caminito y llegó a vivir a Pozo Almonte, frente a su hermana Claudia. “Ella fue la primera de las seis hermanas en retomar. Con la ayuda de sus hijas tejía frazadas, chales y bufandas para los suyos, mientras que yo no sabía hacer nada. Yo quería que mi hija viera que uno puede hacerse sus cosas. Ahí me entraron las ganas por aprender”. 

No tenía hilos ni telar, pero tenía a Claudia. “Ella me iba diciendo traigamos esto, lo otro, hasta que un día me arregló un telar de dos pedales. Cuando me quedaba atrapada le pegaba un grito y ella me sacaba del entuerto, mostrándome para que aprendiera”, recuerda. Mientras sus manos tejían su primera frazada con diseño en un telar de cuatro estacas, en su vientre crecía Joaquín, el menor de sus hijos. “Él fue mi compañero en este camino desde que estaba en mi guatita”, rememora emocionada, pues fue en esa misma época cuando nació ella: la Miriam tejedora, la eterna aprendiz.

De los nueve años que lleva tejiendo, asegura, esa fascinación que le provoca aprender se mantiene intacta. Por eso, sin importar si es un buen día de feria, donde tiene hace diez años un puesto, cuando hay una formación apila sus lanas y le pide un aventón a su pareja. Nunca la espera, dice Miriam, porque nunca se sabe cuando se va a quedar tejiendo hasta que el sol se esconda. “Como soy nueva pienso que siempre se puede saber más. Todo el tiempo que uno invierte, el cariño, el esfuerzo y las ganas, se reflejan en mis prendas. La pieza habla de quien la crea y cuando yo tejo y veo cómo avanza el dibujo es algo tan hermoso para mí como espero que sea para quien la recibe”.

*Estos relatos fueron publicados originalmente en febrero de 2022 en el libro Herederas de Isluga, cuya investigación, textos y edición fue realizada íntegramente por Fundación Artesanías de Chile.

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  • 16 Amarillo
  • 25 Azul
  • 23 Beige
  • 153 Blanco
  • 289 Café
  • 101 Gris
  • 1 Marrón
  • 22 Morado
  • 150 Multicolor
  • 9 Naranjo
  • 66 Negro
  • 27 Plata
  • 43 Rojo
  • 18 Rosado
  • 28 Verde
  • 1 Api
  • 1 Caramelo
  • 5 Celeste
  • 1 Lila
  • 1 Narajnajo
  • 1 Turquesa

Material de la pieza +

  • 111 Cerámica
  • 35 Fibra animal
  • 11 Lana
  • 112 Madera
  • 49 Plata
  • 39 Tela
  • 1 Alpaca
  • 1 Cacho buey
  • 11 Cuero
  • 116 Fibra de alpaca
  • 119 Fibra vegetal
  • 319 Lana de oveja
  • 3 Metales
  • 3 Piedra
  • 13 Yeso
  

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