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Revista Digital

VIVE LA ARTESANÍA

De profesión, artesana

En el desértico pueblo de Pozo Almonte, en la Región de Tarapacá, un grupo de tejedoras aymara se organiza: mientras unas hacen control de calidad, otras se encargan de despachar pedidos de piezas contemporáneas como chales y ruanas de alpaca. Para crear estas piezas utilizan el telar de pedales, una herramienta introducida durante la colonia que solía ser solo de uso masculino, que les ha permitido pasar de producir cantidades acotadas y solo para su comunidad, a comercializar pequeñas series a cambio de total autonomía. Aquí, cinco de ellas reconstruyen el camino de valoración personal que les ha significado ser artesanas de profesión.

Textos: Almendra Arcaya y Pilar Navarrete. 
Fotografía: Carolina Vargas y Lydia González.  

TRIUNFAR CON LA PRIMERA OBRA

“Si yo hubiese estudiado habría sido contadora, pero  jamás me habría convertido en la artesana que soy”, dice Gloria Mamani Vilches (46). “A mí me tocó ser la primera mujer de nueve hermanos y ayudar a mi madre a criarlos. Tal vez por eso no resentí dejar mis estudios y empezar a trabajar”. Si dejó la escuela a los 12 años, calcula que fue a los ocho cuando aprendió a hilar mirando a su madre en su natal Quelga. A los nueve tejió su primer cintillo y a los diez hizo su propia faja. Siguiendo con la tradición aymara, a los trece tejió su primer aksu (vestido tradicional de la mujer aymara). “Lo guardo como una reliquia, aunque ya no me entre”, cuenta sonriendo.

Hay dos saberes que lleva consigo desde entonces: “Hacerlo bien aunque te demores, porque el cocido es trama por trama y no se pueden sacrificar terminaciones por andar apurado. Y que para aprender hay que equivocarse, sin temor a perder lana”, dice pese a todas las veces que tuvo que hacerla cundir. “Tejía una maqueta chiquitita, revisaba punto por punto y hacía la pieza del tamaño original. Así me enseñó mi mamá y fui agarrando confianza”, recuerda. Tanta, que al cumplir catorce empezó a explorar. “Elegía mis propios colores, modificaba un lado, hacía otro punto, solita me corregía”. Ese mismo año se mudaron a Pozo Almonte y empezó a trabajar a tiempo completo como empleada doméstica. Eso implicó tejer menos, pero nunca dejó de pastorear. “Así es como yo encuentro inspiración, yendo al campo, observando los colores y las texturas de los animales”, explica.

No había terminado de criar a sus hermanos cuando quedó embarazada. “Ahí decidí dejar mi trabajo y dedicarme por completo a mi artesanía. El tejido fue mi escuela, pero también una puerta hacia la libertad. Dejar de ser apatronada y ver crecer a mi hijo, eso no tiene precio”, dice sobre esa época, cuando comenzó a tejer chales y ruanas que vendía como pan caliente. No se hizo consciente de todo lo que sabía hasta que volvió a emparejarse y se integró a la agrupación familiar de tejido de su compañero: “Era de las más jovencitas, pero mientras otras recién aprendían a torcer, yo recolectaba palos para hacerme un telar”.

Postuló tres veces al Sello de Excelencia a la Artesanía. Tuvo que volver a tejer ese primer cintillo que hizo a los nueve años para obtener el reconocimiento en su tercer intento. “Cuando recibí esa llamada me di por satisfecha. Después de años postulando, estaban dándole un valor a mi trabajo. Incluso llegaron a felicitarme mis vecinos”, recuerda sobre aquel día, cuando la casa que comparte con su madre se llenó de alegría. “Cualquier cosa yo le pregunto a ella. Aunque ya no teje y su memoria no es la misma, ella será siempre la razón de mi sabiduría. La joven experta de la que yo aprendí”.

RETOMÓ E INNOVÓ

Los ojos de Pilar Quispe Mamani (57) se achican cada vez que agudiza la mirada tratando de ver si su pallarado va bien; si no se ha equivocado en la tarea de levantar y bajar los hilos que están entramados en el telar de cintura. Está tejiendo su primera faja, guiada por la maestra Albina Choque. Albina avanza, Pilar la imita, esforzándose por dominar una técnica que no aprendió siendo niña. 

Nacida en Bolivia, su historia es como la de muchas mujeres de su edad que crecieron viendo a sus madres tejer en telar tradicional, pero no aprendieron, y al llegar a la adolescencia optaron por otro camino. “La artesanía no me era llamativa y muy joven empecé a trabajar de nana. Gracias a Dios, hace veinticinco años la retomé”, cuenta.

Cuando aprendió, no fue con el telar precolombino con el que tejía su mamá, sino con un telar de pedales con el que las artesanas tejen lisos: paños largos de los que nacen, por ejemplo, chales. Este oficio le ha permitido disfrutar de una libertad difícil de encontrar en la actualidad. 

“Me ayudó bastante económicamente. Enseñé artesanía a mi hija y después me gustó la innovación. Empezamos con lisos, trabajando con dos pedales, y luego con kordellate, a cuatro pedales. Después aprendí el ojito de perdiz y el pata de pollo. Buscar nuevos diseños, hacer nuevas combinaciones, eso es lo que más me gusta a mí de ser artesana. Pensar que primero no te va a salir perfecto, pero que en el segundo intento ya te vas a perfeccionar. Cuando aprenda bien me voy a hacer una faja yo. Ese es mi objetivo ahora. Y lo voy a lograr”, decreta. 

EN HONOR A MI MADRE, EN HERENCIA A MIS HIJOS

“Cuando me siento en el telar a trabajar, lo hago pensando en todo lo que he vivido y me enorgullece como persona”, dice Aurora Gutiérrez Mamani (48), y sus ojos brillan empañados de lágrimas. Nacida en Bolivia, pero radicada hace más de veinte años en Pozo Almonte, es reconocida entre sus pares por ser una acérrima defensora de su oficio. “Si a mí me dicen que tengo que ir a la punta del cerro por mi artesanía, a la punta del cerro voy”, asegura. “Es que si hoy soy lo que soy, en gran parte se lo debo a las costumbres que me rodearon de niña”. De su mamá y su abuela aprendió a tejer a palillo las piezas de cama. Pero no diseños complejos en telar de cintura o cuatro estacas, como el aguayo y la inkuña. “A mí no me dijeron: ven, mira, aprende. Quizás porque tenía otras tareas, como pasear los animales”, dice.  

El telar a pedales tampoco lo aprendió en la infancia. Su padre falleció cuando tenía nueve años y en esos tiempos lo solían manejar solo los hombres para tejer su propia ropa: pantalones vestones, chalecos. Ese aprendizaje, cuenta, lo adquirió cuando llegó a vivir a Chile, donde se convirtió en una experta textilera en pedales. Pero esa espinita de no dominar el telar de cintura que con maestría trabajaban su mamá y abuela siempre le picó. Por ellas, por retomar el saber de sus mujeres antiguas, quiere aprender. “Cuando niña mi abuelito me decía: ‘este va a ser tu trabajo, un día yo me voy a morir y tú vas a saber’”, recuerda y sus ojos brillan nuevamente. “Mi abuelita hacía el tejido mirando a los animales. ‘¿Cómo hago la chaleca abuelita?’, le preguntaba yo, y ella me decía: ‘mira al llamo’. Si el animal era de dos o tres colores, yo tenía que hacer lo mismo. Esas son cosas que me quedaron que mantengo vivas. Yo quiero mi trabajo porque también era el trabajo de mis antepasados”.

Más allá de la memoria, el amor de Aurora por su oficio pasa también por las puertas que le ha abierto; un camino que la ha llevado a una nueva valoración personal. “Yo no tengo estudios. Ser artesana es mi profesión. Poder traer con esto ingresos a mi casa es muy maravilloso. Sentirme persona, sentirme mujer, que si mis hijos necesitan algo yo pueda decir: ‘toma’. Ese es mi sueño: sacar adelante a mis hijos y dejarles este trabajo a ellos. Este trabajo no puede perderse”.

CONVERSA CON SU TEJIDO

A Isabel Choque García (63) le gusta andar al ritmo propio: “Cuando tejo estoy en la casa, pero cuando no, no puedo estar encerrada, mirando tele”, dice firme. Así, pasa más afuera que adentro, regando la chacra donde siembra quinua y papa, o entre los llamos y corderos que pastorea hace treinta años en una parcela en Laguna de Huasco, a una hora de Pozo Almonte. “Eso me gusta a mí”.

Isabel nació el 5 de noviembre de 1959 en Pisiga Choque, un pequeño pueblo de cuatro cuadras y a tres kilómetros de la frontera con Bolivia, donde creció siendo la tercera de nueve hermanos: “Cinco hombres y cuatro mujeres, todas ellas tejedoras. Mi mamá nos enseñó de chicas. A los ocho años estábamos hilando y ya de lolas, hilando cardao’ de wawa, y tejiendo el aksu y la ljilla para nuestro uso”. Esquilando llamos, hilando vellón y sacando figuras en telar de cuatro estacas o cintura que lucían en las fiestas de Isluga. Así se les iba el año. 

“Ahora los niños están puro teléfono, pero para nosotras una de las pocas entretenciones era cuando mi mamá se sentaba frente al telar pue’. Siempre mirando a mi mamá y después lo hacíamos solas”, revela poco a poco, como una cebolla que se abre por capas.

Todo lo que tejían entonces era para vestirlo, y todo lo que vestían era tejido por ellas. “Cuando tenía veinte años me coloqué una falda para ir a la feria, pero como que me sentía mal y más no me coloqué. Después ya con el frío empecé a caminar con buzo, pero tampoco. A mí me gusta mi aksu”, asegura con el ímpetu propio de una declaración de principios.

Hasta los veintiséis años se resistió a vender sus tejidos. Pero se emparejó, se mudó a Colchane, y allí entró a la agrupación Taller Kumire. “Desde entonces que no tejo para uso personal”, recuerda. Fue en esa misma época cuando aprendió a tejer en telar de dos y cuatro pedales las piezas que vende; ponchos, ruanas y frazadas. Al principio eran unas cuarenta artesanas, pero ahora solo quedan unas veinte. “Las que no se aburren, se quedan. Yo no me aburro, tejo todos los días un poquito. Ahora estoy vieja, el ojo no me acompaña, pero siento que me voy a morir tejiendo”.

“Me gusta tejer con otras, pero disfruto harto tejer solita”, dice riendo. Y es que solo allí, ensimismada, en esa íntima atmósfera que se crea cuando está frente al telar, sus manos tejen con una velocidad y técnica que impresiona. Cuando no quiere que la molesten, en aymara, conversa con su tejido.

EL TEJIDO, LA LENGUA, EL CANTO

“Toda mi infancia en Escapiña la viví. Ahí nací, crecí y me hice artesana”. Eugenia Mamani Choque (59) rememora sobre uno de los tantos caseríos que hay en el altiplano de la Región de Tarapacá, casi en el límite que separa a Chile de  Bolivia. Allí, junto a sus cinco hermanas aprendieron de su madre el telar de cintura y de cuatro estacas. “Chiquititas éramos cuando nos enseñaba a hilar. Primero a tejer talega y faja, y después la ljilla, la frazada y el aksu, nuestra vestimenta. Mi padre tejía su ropa en pedales. Él nos enseñó a nosotros ese telar”. 

Siguiendo la costumbre de las familias del interior, cuando tenía trece años dejaron Escapiña para bajar a la ciudad y asistir a la escuela. Pero el cambio no fue fácil. Los recursos eran escasos y la entrada a la escuela estuvo lejos de ser amigable. “Me daba vergüenza porque era primero básico, las niñas eran chiquititas y yo grandota, y nos discriminaban. Nos decían india, paisana, entonces no quise más estudiar”, recuerda. En ese escenario, el tejido se volvió su refugio. “Y hasta ahora lo es”, dice refiriéndose a la agrupación que formó junto a sus padres y hermanas en los 90: Flor del Tamarugal.

Ese saber hacer que hoy le traspasa por igual a sus cuatro hijas y sus dos hijos, incluye la lengua y el canto. “En Escapiña yo hablaba en español, pero mi mamá era aymara, así que no pronunciaba mucho el castellano. Mi papá siempre nos inculcó que no debíamos olvidarnos de nuestra lengua”, enfatiza Eugenia, quien se ha encargado de hacer lo mismo con sus hijos. “Cuando la abuelita les hable ustedes tienen que poner atención, escuchar bien”, les repetía cuando niños, reforzando la lengua con el canto propio de las ceremonias, que a veces pillan en la radio. “Mientras tejo siempre tengo presente a mis ancestros y así le enseñé a mis hijas. Este es mi trabajo, mi profesión. Hay abogados, secretarias, médicos, pero ¿tú crees que saben hacer lo que nosotras hacemos? No. Por eso yo soy orgullosa. Yo no estudié, pero soy profesional por mi tejido”.

*Estos relatos fueron publicados originalmente en el libro Herederas de Isluga, cuya investigación, textos y edición fue realizada íntegramente por Fundación Artesanías de Chile.

Gloria Mamani Vilches.
Pilar Quispe Mamani.
Aurora Gutiérrez Mamani.
Isabel Choque García.
Eugenia Mamani Choque.
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  • 1 Lila
  • 1 Narajnajo
  • 1 Turquesa

Material de la pieza +

  • 111 Cerámica
  • 35 Fibra animal
  • 11 Lana
  • 112 Madera
  • 49 Plata
  • 39 Tela
  • 1 Alpaca
  • 1 Cacho buey
  • 11 Cuero
  • 116 Fibra de alpaca
  • 119 Fibra vegetal
  • 319 Lana de oveja
  • 3 Metales
  • 3 Piedra
  • 13 Yeso
  

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